Municipios
- Ademuz. Esa gran manzana que sabe a memoria
- Casas Altas. El ancestral santuario de la fecundidad.
- Casas Bajas. La mística de la piedra y el agua.
- Castielfabib. El gran baluarte en la cruz de los tres reinos.
- Puebla de san Miguel. La gran bóveda verde de Valencia.
- Torrebaja. El fértil cruce de caminos y torrentes, de culturas y simientes.
- Vallanca. La señora virginal de la sierra.
Casas Bajas. La mística de la piedra y el agua.
Arquitectos como Alvar Aalto han alabado la genialidad, de la arquitectura primitiva, también Gaudí que conocía de primera mano las numerosas construcciones de piedra en seco de su Reus natal y su comarca. Unas construcciones que encontramos en todo el mundo, en todo el Mediterráneo y que, en todo el interior de valencia, pero, sobre todo, en el Rincón de Ademuz son tan numerosas y singulares. Sobre todo las barracas “de viña” o “de pastor”, algunas monumentales, como la “Grande” ubicada aquí en Casas Bajas. Ésta, con su rusticidad megalítica, es un buen ejemplo de este tipo de refugios abovedados integrados completamente en el paisaje y de gran funcionalidad y belleza formal que proliferan en la zona. Es un buen exponente arqueológico de la actividad agrícola y ganadera y tiene un gran valor etnológico y antropológico; también medioambiental; contribuyendo decisivamente a mantener la esencia del mundo rural y configurando un singular paisaje cultural que se puede visitar en una atractiva ruta. En ella encontraremos junto a esas barracas de todos los tamaños y tipologías, también significativas, otros elementos interesantes como corrales, ribazos, refugios, parapetos u hornos como uno muy curioso, con dos entradas.
Precisamente la agricultura y la ganadería, han sido la base de la económica de una comarca montañosa, de clima riguroso, donde predomina el secano, a excepción de la fértil vega del Turia que atraviesa la zona. Ésta, junto a los cursos de agua de sus afluentes el Ebrón y el Bohílgues, y las ramblas, barrancos y manantiales del entorno, forman uno de los mejores ecosistemas fluviales de toda nuestra Comunidad.
Y como tras una buena caminata entre sorprendentes panorámicas, apetece una buena comida, nada mejor que catar la riquísima gastronomía de la zona, con platos como las “Gachas de adaza”, que se pueden acompañar con pimientos, caracoles, sardinas, bacalao, cerdo, conejo o “ajoaceite” y, por supuesto, con un buen vino tinto del terreno. Otros platos, podrían ser, por ejemplo, el “Guisado de patatas”, los “Migotes”, las “Almortas”, el “Gazpacho”, las “Pelotas de San Antón”, la “Morcilla de pan” o las “Monas de Pascua”. También hay que reseñar los dulces, como los “Matujos” o el «Pan quemado» (dormido) que se elaboraban para festejar las fiestas de “San Antón”, cuando la “Noche de las hogueras”, en la que, tras el volteo de campanas, todo el pueblo se ilumina al compás del fuego lustral. La noche, como reza la canción “más alegre del año que se bebe y se hace el oso y todo lo que viene a mano…”.
Esos festejos, ligados al calendario agrícola y dedicados a San Antonio Abad, el taumaturgo que prepara y protege la futura cosecha, conservan rituales precristianos como esas hogueras equinocciales, de origen atávico, que saltan los zagales con sus chalecos y esquilas; también procesiones, comidas comunales, concursos o la bendición de animales. Fiestas donde el fuego y el vino se combinan con la música para dar calor y alegría al frío invierno, el tiempo del cálculo, la previsión y las rogativas.
Esta es pues una tierra con encanto, un remanso de tranquilidad y silencio que permite saborear la vida en todas sus dimensiones. Un territorio único donde las costumbres y tradiciones mantienen su autenticidad, como esas estructuras de piedra en seco, que hemos mencionado emblemáticas y significativas. Tesoros, como esas otras construcciones de gran interés que también podemos contemplar en el casco urbano como la iglesia Parroquial “del Salvador”, los buenos ejemplos de edificaciones domésticas de arquitectura popular vernácula u otras que nos remiten a antiguos oficios como los pajares, o la destilería que es uno de esos innumerables elementos que tienen que ver con el agua, como las fuentes o las acequias que, en la fértil vega del río blanco, conforman una red significativa y otro decisivo paisaje cultural empapado de alma. También el “Molino harinero” del XVIII, que aún puede verse en funcionamiento y que se ha convertido en Centro de interpretación y sala temporal de exposiciones. Este es uno de los molinos más bellos del Rincón y forma parte de esa fascinante ruta de edificios preindustriales musealizados que recorre todo este Territorio Museo. Espacios que recuerdan el antiguo estilo de vida autóctono y la memoria colectiva del área rural. Pero además, en la puerta de este molino y como contraste, se encuentra una de las numerosas esculturas que encontramos aquí y que forman parte del parque escultórico «Arte y Naturaleza». En concreto, es la del “Caminante”, del artista de Torrebaja Lukas Karrvaz, que marcaría simbólicamente el inicio de este atractivo itinerario.
El Turia ha movido durante siglos ha movido la maquinaria de este molino que agita el recuerdo y nos permite viajar por el tiempo hacia esa época en que las actividades del hombre mantenían su vínculo crucial con la tierra, con la naturaleza. El agua pura del río blanco, siempre afanoso, fertiliza la tierra y asegura la subsistencia. También ha sido motor de la vida y fuente de fraternidad; porque siempre ha unido, como un cordón umbilical, a los pueblos. El agua limpia cualquier sombra, como aquellos molineros que cernían la harina, para cribar la más mínima impureza. El agua arrastra cualquier ausencia, llena esta tierra fecunda de presencias, como la de aquellos bravos gancheros que navegaron por aquí, arriesgando sus vidas, para alcanzar un sueño. El agua es pues motor de futuro y de recuerdo; espejo que nos permite reconocernos, comprendernos, proyectarnos, ser. El agua arrastra lo efímero y lo dota de eternidad, como el fuego de San Antón, como las lajas de una barraca.